Años atrás, era comprensible que un
lector latino se desorientara frente a nombres como Rodion Romanovich Raskolnikof,
Advotia Dunia Romanova o Arkadio Ivanovich Svindrigailof, detalle que no
disminuyó el éxito de Crimen y castigo
de Dostoievski. Pero, es bastante incomprensible, que no exista parsimonia en
lectores latinoamericanos para entenderse con Úrsula, Amaranta, Amaranta Úrsula,
José Arcadio, Arcadio, Arcadio Segundo, Aureliano, Aureliano Segundo, Aureliano
Centeno, Aureliano Triste, en Cien años
de soledad, de Gabriel García Márquez.
La
columna decía literalmente esto:
“En
el siglo XXI prevalecerán los lectores atentos o los perezosos? Italo Calvino,
en “La literatura como proyección del deseo” (Punto y aparte), distingue entre
un modo de leer apoltronado en la butaca y otro modo de leer apoyado en la
mesa. Cortázar, más enfático, diferencia entre lector “macho” (activo) y lector
“hembra” (pasivo).
Calvino
considera que la lectura subjetiva puede realizarse en un cómodo sillón, donde
las frases escritas se deslizarán -como en el vaivén de la mecedora- desde la
página al interés de cada lector. Alguno buscará respuestas a determinados
problemas; otros viajarán por los paisajes evocados; los menos aspiran a
compartir actos de heroísmo no concretados personalmente, acompañando las
hazañas de los personajes y, casi todos, desean la confirmación de alguna
creencia o utopía.
En
cambio, es posible que un crítico empecinado en confrontar teorías narrativas o
cualquier tipo de andamiaje estructurador, busque el plano firme de su mesa o
escritorio para confirmar combinaciones, registrar cierres, apuntar rupturas,
enumerar repeticiones. Con ayudas de fichas, planillas, cuadros y estadísticas,
recortará, desparramará y rearmará sus rompecabezas hasta acomodar las piezas
de una magnífica construcción especulativa, casi tan perfecta como diferente
del texto analizado.
¿Cuál
ha leído mejor? Si el individuo es
creativo, realizará una excelente interpretación, aunque lea en una hamaca
paraguaya o atado a su escritorio. Pero, si exagera en alguna de las respectivas
maneras citadas, es posible lo siguiente.
El de
la butaca encontrará en todas partes su propia biografía. En cambio, el
sistemático, prendido a las planillas que pueblan su mesa de trabajo, quizás
llegue a encontrar analogías entre el viaje de Manuelita, el personaje de
María Elena Walsh y el periplo de Ulises.
No
tienen la culpa, el poder evocador del lenguaje es infinito. Imaginemos tres
tipos de lectores. El lector profeta, que está siempre en busca de mensajes
iluminadores, intuirá ante la sola presencia de la palabra “boina”, una invitación
a participar en la lucha por la independencia vasca (según la ironía de Bustos
Domecq). El lector relojero es el que ajusta los mecanismos para encontrar la
sincronización de los significados, porque considera que el texto es una
máquina, a la que hay que poner en funcionamiento. Entonces, jugará con las
combinaciones y variaciones que ofrece b-o-i-n-a (obina, opina, bovina), y
allí, verá inscriptos los hábitos pastoriles o la tozudez de dicho pueblo. El
lector navegante es el que se deja llevar por el torrente del texto, pero no
suelta el timón o la vela, por miedo a perderse o naufragar. No hay duda,
preferimos al último, pero no desestimamos a los otros.
Por
eso, como medida terapéutica, hay que pedir a los lectores que dejen por un
rato la butaca, apaguen el televisor, suspendan el monólogo autobiográfico que
runrunean todo el día. La lectura requiere un mínimo de tensión en toda la
musculatura. Esa misma, que tanto se cuida y se refuerza en gimnasios y
prácticas aeróbicas, puede encontrar en el ejercicio de leer con amor y
atención, una fuente de vitalidad. Así surgirá el impulso del lector navegante
y creativo, que aspiramos para el siglo de la robótica.”
Entre el lector
profeta, el lector relojero y el lector navegante, es posible que todos
aspiremos a movernos como el lector navegante. Quizás porque somos muy
propensos a buscar una lectura que nos embargue. Y si es posible: leer para
conocerse a uno mismo, leer para fraternizar, leer para meterse en otro mundo
poblado de riesgos, leer para encontrar ejemplos.
La lectura, eminentemente ligada a la subjetividad,
cuenta con dos clases de públicos -definidos por Macedonio Fernández- como dos
clases de porteños: los “enternecientes” y los “hilarantes”. Los primeros buscan
anécdotas melodramáticas. Por ejemplo, una dama muy fea y entrada en años
enamora a un ciego. Cuando éste recupera la vista ella se suicida quemándose
para que las cenizas no revelen su secreto. El joven, que cree que ella se ha
inmolado por amor, enloquece. Si esta historia llegara a ser versificada sería
inolvidable.
En cambio, el lector hilarante
preferirá las versiones paródicas de los relatos que han exaltado con énfasis
el honor y la valentía. Recuerdo un singular texto de Héctor Libertella sobre
la gesta de Fernando de Magallanes. Según su versión, el caballero no falleció
en el viaje. Siguió dando vueltas alrededor del mundo. Tenía una empecinada
hoja de ruta: “Seguid la costa”. En cada entrada presentía el camino hacia la
navegación circular de la tierra, hasta que la costa se le resistía y expulsaba
sus naves mar adentro. Después de innumeradles actos fallidos, tras el cruce
del Estrecho, el Pacífico, llega a Ceilán, donde la operación de embarcar
especias, someter reyezuelos y reemprender el viaje se hace mecánica durante
años. No se da cuenta que se está acercando a España. Entra en Cádiz a
degüello, con dieciocho hambrientos y pretendiendo la sumisión, hizo jurar
fidelidad al rey Don Carlos de España en la Plaza Mayor, hecho que la población
no discutió. Después se internaron otra vez en el Atlántico a seguir
fanáticamente bordeando la costa. El propósito de Libertella no se centraliza
en la desmitificación de la historiografía sino de la misma literatura o su
interpretación.
Con intenciones más hilarantes que
desmitificadores Roberto Fontanarrosa, en sus cuentos referidos a la historia
argentina, trata de mimetizar la literatura que exalta la épica vernácula. En
“La carga de Membrillares” (El mundo ha
vivido equivocado”, 1985), los nombres de los personajes son alusiones
paródicas a la onomástica criollista o al ditirambo patriótico: el capitán
Julio Entusiasmo Fervientes, el sargento Manuel Olazábal Olarán Ollarte y el
coronel Lolo Membrívez o el coronel adversario Epifanio Medina. Estos soldados,
haciendo gala de hidalguía guerrera, guiados por un jefe atravesado por una
lanza que no lograron sacarle, sin alimentos, casi sin agua, ni municiones,
pero con el “espíritu en alto”, corren por el territorio en la búsqueda
heroica de las salinas para hacer charque, tan obnubilados por su misión, que
no mensuran los kilómetros de una travesía sin tregua, donde se desplazan desde
La Rioja hasta la Antártida sin darse cuenta. Fontanarrosa cuenta en su haber
numerosos relatos de este tipo, haciendo gala de sus dotes de humorista.
Estas son muestras de
amabilidad para el lector “hilarante”
o “enterneciente”. Pero, es preciso acordar que el lector relojero y aún el
profeta -sin llegar a las excentricidades mencionadas- tienen un papel el proceso
de lectura. Quizás para desarmar ciertas falacias respecto de las trampas de un
texto.
¿Qué trampas? En principio que es un mito considerar a la “lectura
de un tirón” como éxito del autor. El mito del autor seguido o el mito de la
continuidad es una ilusión. Macedonio Fernández en Museo de la novela de la Eterna, en el que además de atribuir
jocosamente la extensión del título a la curiosidad de los lectores de
vidriera, que abundan, algo más que los de solapas y contratapas, se refiere en
dos prólogos al “lector seguido” y “el lector salteado”. A fin de
desautomatizar los hábitos de lectura van dos mensajes: “Te dedico mi novela, Lector salteado, me agradecerás una sensación
nueva: el leer seguido. Al contrario, el lector seguido tendrá la sensación de
una nueva manera de saltear: la de seguir al autor que salta. El lector
salteado no se apresura curiosamente hacia el final, sino hace sus propias
búsquedas, impone sus propios criterios, se mueve en el texto con autonomía: leer como un lento venir viniendo que como
una llegada. En realidad, todos comprobamos que una segunda lectura o una
lectura transversal nos presenta nuevos paisajes, nuevas propuestas, nuevas
situaciones. De lo que comprobamos que:
a) La contigüidad absoluta es
imposible. Aunque no se perciban, hay hiatos, elipsis, agujeros negros que
el lector suple con sus presuposiciones. Las presuposiciones se encadenan de
acuerdo con el horizonte de expectativas del lector. Por ejemplo: la noción de “marco”
o “frame” nos dice que pocos elementos sobran para insinuar un contexto
situacional. Basta hablar de cebollas, vapor y algún utensilio de cocina para
fijar una escena gastronómica. Mujica Lainez ambienta históricamente épocas
pasadas a través de la descripción de un objeto antiguo: un sello, un espejo,
un cortejo fúnebre nos sitúan en una etapa especial de la colonia en el Río de
la Plata. Su manera de realizar arqueología histórica consiste en una
reconstrucción de los productos estéticos. Algo como lo que hizo Flaubert para
imaginar Cartago en “Salambó”. Los rastros de esa civilización desaparecida
quedaban en algunas monedas. A partir de allí presupone. La ilusión del
lenguaje y su forma de embargar en la lectura hará el resto.
b) La linealidad de la
historia no existe. Generalmente hay una primera historia muy visible y una
segunda historia que le da espesor y va surgiendo a cada paso, o múltiples
historias que se van trenzando. El lector sigue las peripecias de la aventura
más ostensible. En la narrativa detectivesca se siguen las pistas del
detective, pero a veces el protagonista es el asesino. Un caso interesante es
“La muerte y la brújula” de Jorge Luis Borges. La idiosincrasia de Lonrot,
detective proclive a las especulaciones racionales y a las hipótesis
interesantes, lo lleva a desechar el sentido común del comisario Treviranus que
acierta de entrada con su experiencia. Lonrot cae en la red que le propone su
adversario Red Scarlatt, que conoce sus manías interpretativas y va trazando su
plan a través de señales cabalísticas que sabe que lo encandilarán. El lector
conoce la presencia de Scarlatt pero lo desestima. Esto es propio de la lectura
del relato policial donde se establece un duelo permanente entre pesquisa y
culpable, autor y lector. El autor y el culpable saben, los otros deben
construir un conocimiento a través de señales no siempre eficaces. No hace
falta que se trate de una pareja tan especifica como pesquisa-asesino, puede
haber infinitas formas de ubicación de la primera y la segunda historia.
c) El sentido único es una decisión del lector:
difiere de acuerdo con la época, la competencia cultural del lector. La crítica
literaria cada vez otorga más la importancia del lector. José María Castellet,
ya en la década del cincuenta anunciaba La
hora del lector. Es decir, un texto crece con el tiempo de acuerdo con la
economía o la enciclopedia del lector, como lo afirma la teoría del la Estética
de la Recepción, de acuerdo con la Escuela de Constanza. En cierta manera esta
corriente que tiene su fundamento en la
“pragmática”, enfoque de la lingüística que -a diferencia de la semántica que
estudia la relación de los signos con sus referentes, y la sintáctica que
analiza la relación de los signos entre sí-, la pragmática enfoca la relación
de los signos con sus usuarios.
Antes de las confirmaciones
teóricas, Jorge Luis Borges presenta el problema en “Pierre Menard, autor del
Quijote” donde se cuenta la aventura de este personaje empeñado en la
reescritura de la obra de Cervantes. Después de ver las dificultades: hablar el
español del siglo XVII, vivir la experiencia histórica y biográfica del autor,
desecha este esfuerzo filológico y tras otras operaciones nos presenta un texto
idéntico al de Cervantes. Sin embargo, afirma que no es el mismo. Ya que el
lector actual tiene otra experiencia y por tanto verá que el Quijote puede
ubicarse como un avance frente a sus propios sucesores. En el transcurso de los
siglos otras estéticas han cambiado la manera de encarar el discurso literario
y la representación del universo hispánico. Se ha exagerado el pintoresquismo y
las “españoladas”. En el Quijote de Cervantes no aparece el pintoresquismo
hispánico de la generación del 27, ni el mismo intento por fijar la identidad
de España del 98, ni las reflexiones existenciales que hace Unamuno sobre el
Quijote. Volver a leer el Quijote a secas lo muestra como una superación de sus
sucesores e intérpretes. La economía del Quijote en esto aspectos es un avance,
que el lector no dejará de percibir.
d) La interpretación única es
un engaño del “lector profeta”. Un libro es en cierta manera la
historia de sus lecturas. Respecto del mismo Quijote, los ingleses gozaron de
su marchosa vitalidad. Los románticos alemanes auscultaron el simbólico fracaso
del idealismo, en esa lucha entre la prosa y la poesía de la vida. Entre los
franceses, Madame Bovary constituye una soberbia versión femenina de lo
quijotesco. En Italia, Papini, sospechó de la ingenuidad del manchego, y valoró su anárquica rebelión. La
generación del 98 española identificó el fracaso del hidalgo con el de la
propia España. Los argentinos -Sarmiento, Alberdi, Borges- aceptaron, con
cierta precaución por su hispanofobia-, la fuerza del mito.
Un ejemplo interesante es la interpretación latinoamericana de “La
Tempestad”, una de las últimas obras de Shakespeare, que versa sobre la
historia de Próspero, un noble italiano que se exilia en una isla, donde trata
de someter a sus esclavos el espiritual Ariel y sensual Calibán, intentado
civilizar al segundo infructuosamente. En Latinoamérica esta leyenda tuvo diferentes
interpretaciones. Para el uruguayo Rodó, creador de una corriente idealista (el
arielismo), Próspero es la civilización europea, Ariel el intelectual
latinoamericano sensible, espiritual e idealista y Caliban es la prepotencia
moderna de loa Estados Unidos. Para el cubano Fernández Retamar, Latinoamérica
debe identificarse con Calibán, somos suelo usurpado, hombre en mutación y en
saludable estado de barbarie. Los textos sin saberlo tienen una reserva de
sentido para cada época.
e) Hay textos que favorecen diferentes ejercicios de lectura. Irónicamente
del lector relojero funciona porque hay textos cuyo mecanismo que hay que poner
en funcionamiento en cada lectura. Podemos ser lectores “consumidores” de textos
legibles, transparentes y, por otro lado, “productores” de textos escribibles,
que requieren de nuestra propia manera de recrearlos abriendo sus infinitas
probabilidades de sentido. Según Roland Barthes, los “textos legibles”
conforman lo que llamamos literatura
y “textos escribibles”, lo que llamamos escritura.
Leer es emprender muchas
aventuras.
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