Todos
éramos hijos, de María Rosa
Lojo.
Ed. Sudamericana, 247 pág.
Diana B. Salem
CEN
La última novela de María Rosa Lojo, Todos éramos hijos, recupera la memoria de una época crucial en la
vida política de la Argentina, y lo hace presentando un testimonio generacional
a través de Frik, alter ego de la
autora, sus compañeros más cercanos y los profundos cambios a los que se
enfrentaban los jóvenes en la década del 70. Novela teatral, está ambientada en
los dos primeros actos en los escenarios de dos institutos religiosos de
Castelar donde se debaten las conclusiones del Concilio Vaticano II y los
principios de la Teología de la Liberación, con protagonistas del Movimiento de
Sacerdotes para el Tercer Mundo como el cura Juan Aguirre, profesor y director de estudios y consejero dramático
de la obra que los jóvenes estudiantes van a representar. El tercer acto aborda
el ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras y las tensiones políticas por
las que atravesaba Argentina entrelazadas con la historia personal y los
avatares del crecimiento.
La novela tiene connotaciones múltiples desde un título
que remite a la obra de Arthur Miller
Todos eran mis hijos, que representan los alumnos de ambos institutos al
finalizar el bachillerato, hasta la actitud
de no sumisión a los designios del padre que, como en la obra dramática,
recorre todo el texto. El sacrificio del hijo planteado por Miller y la responsabilidad
de cada uno frente a los hechos, el compromiso ético y la conciencia, más el
debate moral son los pilares en los que se asienta la novela de Lojo. La obra
fue en verdad representada y decisiva para la formación de aquellos jóvenes y
Frik puede hallar sustento real en ciertas experiencias vividas por la autora[1],
quien ha expresado que fue reparador escribir la novela, como lo es también la
lectura de quienes crecimos en esa década de transformaciones sociales. Como en
el texto de Arthur Miller, los hijos juzgan a los padres y políticamente, como
un modo de rebelión, se ponen en la vereda de enfrente con respecto a la
relectura que esos jóvenes de clase media acomodada hacen del peronismo,
contradiciendo la ideología y los métodos de sus mayores.
La experiencia traumática de muchos jóvenes en busca de
una identidad transfigurada por las transformaciones políticas, con el marco de
una iglesia militante que abogaba por los pobres, en el seno mismo del colegio
donde se forman cada día, se explora en Todos
éramos hijos desde una perspectiva original que respeta, no obstante, la
línea de trabajo que la autora ha seguido en toda su literatura de ficción: examinar
la propia intimidad a través de una mirada plural sobre los otros. Ya en Árbol de familia, había recobrado la
memoria colectiva en un texto sobre el pasado familiar en conjunción con el
pasado de un pueblo. En esta novela, la joven Frik, como sobreviviente de una
generación que buscaba la liberación popular y que terminó diezmada, se ve también
desde la perspectiva de la mujer madura que evita por momentos volver al pasado
porque conoce cuál es el fin del relato, a pesar de “las capas protectoras que
el tiempo había ido depositando” (142). Aunque absolutamente involucrada con
sus compañeros y la tarea del padre Aguirre con los pobres, Frik no es una
militante que cuenta su historia sino una joven que busca comprender una
realidad difícil y violenta, comprometida con su evolución personal, con las
vacilaciones propias de su edad sumadas a la incertidumbre de una época.
Este es quizá, uno de los textos más íntimos de María
Rosa Lojo, una verdadera conjunción entre
el manifiesto generacional y el duelo del crecimiento como hija y como madre. Pero
si el testimonio quisiera borrar las huellas de la escritura poética que
caracteriza a la autora, detrás de secuestros, desapariciones y muertes, una
frase gozosa, una brisa, un momento único devuelve a la novela su sentido
primigenio de historia transformada por la vibración del lenguaje:
¿A qué huele la infelicidad? A puertas cerradas y opacas,
a persianas bajas, a polvo acumulado sobre los muebles, a zapatos que se
tuercen sin que nadie cambie los tacos, a ropa sin lavar, a todo lo que
amarillea y se deteriora sin terminar de desintegrarse dentro de cajones
ocultos, a los que solo el desdichado tiene acceso (189).
La última parte incorpora una breve obra de teatro
“Casandra-Frik habla con los muertos”, tres escenas que traen a la vida a los
muertos y desaparecidos en una búsqueda de reconciliación o, al menos, de voluntad de reparación.
Si la novela tiene una estructura teatral, y allí se
representa otra obra dramática como eje de las acciones, el final de tragedia
griega completa algunos hilos ocultos de la trama. Frik es una mujer adulta,
ahora Casandra, y regresa al escenario donde se representó Todos
eran mis hijos para ser interpelada por los muertos. Como en La pasión de los nómades, uno de los
libros de Lojo que más distinciones obtuvo, la autora vuelve a darles la
palabra a los muertos para que dejen de ser figuras fronterizas, marginales, y
tengan la oportunidad de reencontrarse. La escena segunda termina con Frik y
Daniel saliendo del escenario hacia la luz del día, hacia esa opción que
eligieron de seguir viviendo.
La escena tercera y final encuentra a Frik sentada en la
escuela pero esta vez en una de las sillas del público; en el escenario, la
madre que había renunciado a serlo, “más digna de piedad que de temor”, según
el Coro, no tiene respuestas. Frik no acusa ni perdona, quiere entender. Al
igual que en la escena anterior, no se puede mirar hacia atrás, y en un
esperanzador final, la oscuridad del sótano se desvanece en la claridad.
Éste es un texto sobre los hijos, sobre la pelea y
disidencia de los hijos con los padres y sobre la comprensión y la piedad que
acontece en la madurez. Y también sobre la década de los 70 en la Argentina, un
momento político que se ve con poca distancia histórica pero con la suficiente
lucidez para transformar nuestra mirada hacia esos jóvenes, tal como lo hace María
Rosa Lojo, sin juzgarlos ni condenarlos.
[1] De hecho, en algunas ocasiones y cuando
se trata de otros personajes que no son los compañeros, Frik se convierte en
Rosa, nombre que comparte con la autora real.
Al oportunismo no hay que recuperarlo, está siempre allí como un soladado: PRESENTE
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