Arboleda. Una novela del territorio. Esther Kinsky[1].
Cáceres: Periférica, 2021, 329 páginas. Del original: Hain.Geländeroman .SuhrkampVerlag Berlín, 2018. Traducción de Richard Gross.
Diana B. Salem
Portada de Arboleda. Una novela del territorio de Esther Kinsky |
Quizá la finalidad misma de este libro sea restituir
el orden que la vida nos impone. Texto inusual, no pretende dar cuenta de una
vida o una muerte, sino representar, a través de la mirada,el paisaje, la
naturaleza y el mundo que se desarrolla alrededor; arboledas de abedules,
campanadas lejanas, caminos pedregosos hacia el cementerio, vecinos indolentes
de espacios situados al margen de las
grandes ciudades, modestísimos a veces pero jamás anodinos.
De género indescifrable, en una frontera literaria indecisa,
se subtitula Novela del territorio, pero comparte las características
del diario, las memorias, la literatura del viaje, y la narradora apenas se
esconde detrás de la escritora Esther Kinsky. Más que una ficción, podría definírsela como
una experiencia de lectura.También podría llamarse literatura hodopórica,
designada con un término griego que combina experiencias personales con datos
geográficos y del ambiente vinculados con el viaje.
El libro comienza y finaliza con dos textos en
bastardilla. En el primero:vii/ morţi se
describe un rito de las iglesias rumanas en donde los creyentes encienden las
velas: el lado izquierdo alberga las velas para los vivos, el lado derecho,
para los muertos. Con gesto resignado, los dolientes sacan la vela del lado
izquierdo y la trasladan a la derecha cuando sus allegados mueren. Uno designa
el espacio para la esperanza, el otro, para la memoria, y ese gesto es para la
autora “el mudo cumplimiento de una regla” (12).
De este modo se introduce al lector en el motivo de la travesía que se transforma en relato: dos meses y un día después delentierro de M. la narradora emprende el viaje a Italia planeado con M.y se instala en Olevano, un pueblo a 45 km de Roma donde el tiempo parece estático y su mirada transcurre entre los abedules y el cementerio, el mercado de los lunes o simplemente permanece de pie, frente a la ventana en los días de lluvia, con una vista casi panóptica del pueblo, y la comprensión de la extraordinaria vida que circula alrededor de la muerte. Es un viaje en tres etapas al modo de un tríptico religioso de las pinturas italianas, con sus habitantes, sus tiendas de flores que luego se marchitan en los montones de basura de los cementerios, los pájaros que buscan incansablemente entre la hierba y los olivares, y el trasiego de los africanos hurgando el piso en busca de colillas o cajas de pizza con los bordes desechados. Al comienzo de esta primera parte, un epígrafe de Pier Paolo Pasolini: “I plans un mond muart./Ma i no soj muart jo ch' i lu plans” (Lloro un mundo muerto./ Pero yo, que lloro, no estoy muerto) señala una ausencia que había sido impensable mientras hubo presencia. Y este contrapunto marca la atmósfera del texto que la autora puede capturar con el lenguaje, un tono marcado por el duelo. Casi no hay referencias a M.del que ya no queda siquiera su ropa con su olor, robados desde el primer día del auto de la narradora porque es ese paisaje invernal la prueba del lento aprendizaje del dolor: “Cuando, después de vagar sobreel paisaje, mi mirada se fijaba en mis manos posadas en el alféizar, creía ver, debajo de ellas y entre mis dedos, las manos de M., blancas, delgadas y longilíneas, sus manos moribundas, tan distintas de sus manos vivas, luciendo bajo las mías, como en una imagen de doble exposición” (52). La topografía es esencial para quien elige los espacios al margen que dejan una huella y los transforma en otro lenguaje, otra representación del mundo: “Mi primer paseo por el Corso Ercole I me borró los mapas imaginados que llevaba en la cabeza. El pavimento desigual parecía querer grabarse en las plantas de mis pies como una escritura palpada” (234). Prueba de su caminata son las imágenes captadas por su cámara mientras deambula como prodigiosa retratista porque prefiere mostrar en lugar de describir. El lenguaje a veces desborda de conocimientos sobre los pájaros, las piedras, los árboles o los fenómenos atmosféricos, y es de una increíble riqueza tanto visual como verbal. No hay diálogos ni intriga, transmutados ambos en un modo preciso de narrar, a través de una exacerbación de los sentidos que amplía la percepción de una geografía tan bella como la italiana, aun cuando se describan tumbas, cementerios y entornos desolados.
La autora es, sin duda, una traductora, y eso se
percibe en el peso cierto que da a cada palabra, cómo el lenguaje estructura el
texto y permite hacer asociaciones vinculadas a los signos ortográficos o
estructuras gramaticales. Así, una
maquinaria mira al cielo como “un signo de puntuación estampado prematuramente,
pues no hay frase que siga”, otro, “aglutina un conjunto de pequeñas palabras que
hacen las veces de tejado” (228), una bandada de palomas es una “escritura de
puntilleo oscuro, que muda en un garabato”, y debajo de toda esa caligrafía hay
“una frase que se dirige a la llanura”, la frase es también, “una pequeña
excusa que susurra el río” (229).
La parte central del texto o segunda del tríptico se
desarrolla en Lombardía, Chiavenna. Un recuerdo del padre de la narradora, apasionado
por Italia y la cultura etrusca, la remiten a su adolescencia y a las
vacaciones familiares de otra época, por lo cual, ya adulta, recorre y desanda
los caminos intentando encontrarse con una Italia muy alejada de los recuerdos
de su niñez. Fotografías que lo retratan,
sus lecturas en voz alta en un italiano que ella no comprendía, su fascinación
por el color azul de los ropajes de los cuadros de Fra Angelico y la noticia de su
muerte: “Vacilando junto al teléfono resonante, contemplaba los toscos cuerpos
de los aviones que descendían del cielo caliginoso sobre el aire azulado sobre
las casas”. “Las malas noticias son tijeras o cuchillos filosos que parten la
película del mundo” (149).
El recorrido por Italia proviene de una vieja
tradición alemana donde se concentraban
los valores formativos de las personas cultas, que mostraban fascinación por el
país y los relatos de viajes. En el caso
de Goethe y su Viaje a Italia,la escritura de sus impresiones viajeras parten
de un diario, cartas, anotaciones y muchas veces de su imprecisa memoria, y
relatan sobre todo las glorias artísticas, los palacios y las ruinas del arte
clásico. El viaje que propone Kinsky, por su parte, no tiene la misma motivación que el
viaje de Goethe. A través del relato, puede aprisionar la atmósfera sin siquiera
nombrar las ausencias, con la capacidad extraordinaria de convertir un trayecto
de experiencia estética en la posibilidad de comprender, a través de la vida
que circula a su alrededor, la muerte.
La muerte está en todas partes y marca el
desasosiego que el paisaje invernal impone a la narradora para sobrevivir a la
extrañeza del lugar y de su estado: “Por la tarde encontré un pájaro muerto en
el estrecho balcón de la casa, desde el cual alcanzaba a ver el cementerio pero
no el pueblo” (43). “Aguardé hasta el crepúsculo y, cuando en el cuarto de la
casera empezó a parpadear la televisión, enterré el pájaro entre los olivos que
había por debajo de la terraza” (44),
La tercera parte, Comacchio, se desarrolla algún
tiempo después de la primera, durante otro enero, cuando la narradora transita la
región de las salinas del delta del Po. Esa recorrida por pequeños y
silenciosos pueblos donde siempre hay un pájaro muerto y una fotografía que
señala los límites de un mundo que ya no existe, no marcan la unidad del relato,
dada por la muerte y lo que queda en los resquicios de la memoria: recuerdos que
habían permanecido “arrinconados”, formando
parte de algunos momentos que por situaciones inesperadas reaparecían: “Había
aprendido a marcharme, a borrar
huellas, a guardar lo acumulado y recolectado, a establecer en la memoria una
imagen de espacios interiores que nunca llegaría a imprimirse” (313). En el relato llamado “Negativo”, la
narradora guarda los rollos de sus películas porque se dispone a partir y
encuentra un pequeño sobre con un soporte para negativos y ve a contraluz la
figura de M. sonriente mientras recuerda el momento en que ella había hecho las
tomas. Sosteniendo las películas se entrega al recuerdo de un momento,
probablemente feliz, de un breve capítulo de su vida con M. que allí “volvía a
abrir sus páginas” (316). Esa leve señal muestra,
probablemente, cómo el yo intenta restaurarse, pese a los tonos grises, la
oscuridad demasiado profunda, “todo era
un lenguaje nuevo que había que aprender” (273)
El último texto en bastardilla, con el que finaliza
el libro es “Lamentatio”, un cuadro, una predela tripartita que
Fra Angelico había pintado, donde describe la misa de difuntos de Francisco de Asís, que repite la idea inicial: centrado
en la muerte que ocupa el mayor espacio, a su izquierda está la vida, a su
derecha el duelo. La autora relata en el
cuadro la impotencia de los monjes frente a un cuerpo que ya no existe. Ante la
imagen de la aflicción, nadie repara en un triángulo azul, ese preciado y
deslumbrante lapislázuli está allí como una pequeña referencia testimonial que le
recuerda a la narradora su infancia pero que no alcanza para mitigar el dolor
porque “en vano y a duras penas se extrajo y se convirtió en polvo, pues no
llega a brindar consuelo a la comunidad de los dolientes” (329).
Es probable que el título en español no exprese fehacientemente
la idea original: Aunque no cuestionamos la validez de una tarea tan compleja
como ambigua como lo es la
traducción de un título que refleje un
significado temático que pueda advertirse al leer un texto, Hain[2],
más que una arboleda designa un bosque
sagrado asociado antiguamente a una
deidad, un templo, y es justamente esa idea la que se desprende del libro
de Kinsky, la de estar durante todo su
viaje recorriendo un santuario cargado de naturaleza, un espacio intermedio necesario
para atravesar el duelo. Es preciso
consignar también que Hain es un vocablo utilizado en poesía.
Este no es un libro para lectores apresurados o
deseosos de encontrar en sus páginas una historia con un comienzo y un final; por
el contrario, el deambular de la narradora por Italia transcurre casi discretamente,
fortalecido con la potente presencia de las palabras, de la sensualidad del lenguaje. Uno de los rasgos más atractivos de
la prosa de Esther Kinsky es su fuerza comunicativa y esa hipersensibilidad que
brota permanentemente, lo que le añade una dimensión humana necesaria para identificarse
con el lector.
[1]Poeta
y traductora del polaco, inglés y ruso, se la considera una de las prosistas
más destacadas en lengua alemana con
solo tres novelas publicadas: Am Fluss, con la que obtuvo los premios
Adelbert von Chamisso (2016), Franz Hessel (2014), Kranichsteiner Literature
(2015) y SWR (2015); con la segunda: Hain.Geländeroman (Arboleda), el
premio de la feria del Libro de Leipzig
(2018) y el Dusseldorf Literature Prize,el mismo
año. La última novela, Rombo(2023),
acaba de traducirse al español.
[2]Agradezco a la Dra Adriana Cid, especialista en lengua y literatura alemana el haberme
proporcionado una traducción que escapa a los diccionarios y que proviene de su
profundo conocimiento de la materia.
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