miércoles, 23 de mayo de 2018

¿Lectores de mesa o lectores de butaca?, por Inés Santa Cruz

Estas reflexiones fueron adelantadas de manera sintética e irónica en marzo de 1996, en mi columna “Fin de Siglo” (La Capital, Rosario). Me preocupaba que lo lectores actuales hayan perdido el ejercicio de una lectura comprometida, al límite de aquellos que -ante una novela con muchos personajes- se pierden en la página treinta.

          Años atrás, era comprensible que un lector latino se desorientara frente a nombres como Rodion Romanovich Raskolni­kof, Advotia Dunia Romanova o Arkadio Ivanovich Svindrigai­lof, detalle que no disminuyó el éxito de Crimen y castigo de Dostoievski. Pero, es bastante incomprensible, que no exista parsimonia en lectores latinoamericanos para enten­derse con Úrsula, Amaranta, Amaranta Úrsula, José Arcadio, Arcadio, Arcadio Segundo, Aureliano, Aureliano Segundo, Aureliano Centeno, Aureliano Triste, en Cien años de sole­dad, de Gabriel García Márquez.

La columna decía literalmente esto:


          En el siglo XXI prevalecerán los lectores atentos o los perezosos? Italo Calvino, en “La literatura como proyección del deseo” (Punto y aparte), distingue entre un modo de leer apoltronado en la butaca y otro modo de leer apoyado en la mesa. Cortázar, más enfático, diferencia entre lector “macho” (activo) y lector “hembra” (pasivo).

          Calvino considera que la lectura subjetiva puede realizarse en un cómodo sillón, donde las frases escritas se deslizarán -como en el vaivén de la mecedora- desde la página al interés de cada lector. Alguno buscará respuestas a determinados problemas; otros viajarán por los paisajes evocados; los menos aspiran a compartir actos de heroísmo no concretados personalmente, acompañando las hazañas de los personajes y, casi todos, desean la confirmación de alguna creencia o utopía.

          En cambio, es posible que un crítico empecinado en confrontar teorías narrativas o cualquier tipo de andamiaje estructurador, busque el plano firme de su mesa o escritorio para confirmar combinaciones, registrar cierres, apuntar rupturas, enumerar repeticiones. Con ayudas de fichas, planillas, cuadros y estadísticas, recortará, desparramará y rearmará sus rompecabezas hasta acomodar las piezas de una magnífica construcción especulativa, casi tan perfecta como diferente del texto analizado.

          ¿Cuál ha leído mejor?  Si el individuo es creativo, realizará una excelente interpretación, aunque lea en una hamaca paraguaya o atado a su escritorio. Pero, si exagera en alguna de las respectivas maneras citadas, es posible lo siguiente.

          El de la butaca encontrará en todas partes su propia biografía. En cambio, el sistemático, prendido a las plani­llas que pueblan su mesa de trabajo, quizás llegue a encon­trar analogías entre el viaje de Manuelita, el personaje de María Elena Walsh y el periplo de Ulises. 

          No tienen la culpa, el poder evocador del lenguaje es infinito. Imaginemos tres tipos de lectores. El lector profeta, que está siempre en busca de mensajes iluminadores, intuirá ante la sola presencia de la palabra “boina”, una invitación a participar en la lucha por la independencia vasca (según la ironía de Bustos Domecq). El lector relojero es el que ajusta los mecanismos para encontrar la sincronización de los significados, porque considera que el texto es una máquina, a la que hay que poner en funciona­miento. Entonces, jugará con las combinaciones y variaciones que ofrece b-o-i-n-a (obina, opina, bovina), y allí, verá inscriptos los hábitos pastoriles o la tozudez de dicho pueblo. El lector navegante es el que se deja llevar por el torrente del texto, pero no suelta el timón o la vela, por miedo a perderse o naufragar. No hay duda, preferimos al último, pero no desestimamos a los otros.

          Por eso, como medida terapéutica, hay que pedir a los lectores que dejen por un rato la butaca, apaguen el televisor, suspendan el monólogo autobiográfico que runru­nean todo el día. La lectura requiere un mínimo de tensión en toda la musculatura. Esa misma, que tanto se cuida y se refuerza en gimnasios y prácticas aeróbicas, puede encontrar en el ejercicio de leer con amor y atención, una fuente de vitalidad. Así surgirá el impulso del lector navegante y creativo, que aspiramos para el siglo de la robótica.”


Entre el lector profeta, el lector relojero y el lector navegante, es posible que todos aspiremos a movernos como el lector navegante. Quizás porque somos muy propensos a buscar una lectura que nos embargue. Y si es posible: leer para conocerse a uno mismo, leer para fraternizar, leer para meterse en otro mundo poblado de riesgos, leer para encontrar ejemplos.

La lectura, eminentemente ligada a la subjetividad, cuenta con dos clases de públicos -definidos por Macedonio Fernández- como dos clases de porteños: los “enternecientes” y los “hilarantes”. Los primeros buscan anécdotas melodramáticas. Por ejemplo, una dama muy fea y entrada en años enamora a un ciego. Cuando éste recupera la vista ella se suicida quemándose para que las cenizas no revelen su secreto. El joven, que cree que ella se ha inmolado por amor, enloquece. Si esta historia llegara a ser versificada sería inolvidable.


En cambio, el lector hilarante preferirá las versiones paródicas de los relatos que han exaltado con énfasis el honor y la valentía. Recuerdo un singular texto de Héctor Libertella sobre la gesta de Fernando de Magallanes. Según su versión, el caballero no falleció en el viaje. Siguió dando vueltas alrededor del mundo. Tenía una empecinada hoja de ruta: “Seguid la costa”. En cada entrada presentía el camino hacia la navegación circular de la tierra, hasta que la costa se le resistía y expulsaba sus naves mar adentro. Después de innumeradles actos fallidos, tras el cruce del Estrecho, el Pacífico, llega a Ceilán, donde la operación de embarcar especias, someter reyezuelos y reemprender el viaje se hace mecánica durante años. No se da cuenta que se está acercando a España. Entra en Cádiz a degüello, con dieciocho hambrientos y pretendiendo la sumisión, hizo jurar fidelidad al rey Don Carlos de España en la Plaza Mayor, hecho que la población no discutió. Después se internaron otra vez en el Atlántico a seguir fanáticamente bordeando la costa. El propósito de Libertella no se centraliza en la desmitificación de la historiografía sino de la misma lite­ratura o su interpretación.

Con intenciones más hilarantes que desmitificadores Roberto Fontanarrosa, en sus cuentos referidos a la histo­ria argentina, trata de mimetizar la literatura que exalta la épica vernácula. En “La carga de Membrillares” (El mundo ha vivido equivocado”, 1985), los nombres de los personajes son alusiones paródicas a la onomástica criollista o al ditirambo patriótico: el capitán Julio Entusiasmo Fervientes, el sargento Manuel Olazábal Olarán Ollarte y el coronel Lolo Membrívez o el coronel adversario Epifanio Medina. Estos soldados, haciendo gala de hidalguía guerrera, guiados por un jefe atravesado por una lanza que no lograron sacarle, sin alimentos, casi sin agua, ni muni­ciones, pero con el “espíritu en alto”, corren por el terri­torio en la búsqueda heroica de las salinas para hacer charque, tan obnubilados por su misión, que no mensuran los kilómetros de una travesía sin tregua, donde se desplazan desde La Rioja hasta la Antártida sin darse cuenta. Fontana­rrosa cuenta en su haber numerosos relatos de este tipo, haciendo gala de sus dotes de humorista.

        Estas son muestras de amabilidad para el lector “hilarante o “enterneciente”. Pero, es preciso acordar que el lector relojero y aún el profeta -sin llegar a las excentricidades mencionadas- tienen un papel el proceso de lectura. Quizás para desarmar ciertas falacias respecto de las trampas de un texto.

¿Qué trampas? En principio que es un mito considerar a la “lectura de un tirón” como éxito del autor. El mito del autor seguido o el mito de la continuidad es una ilusión. Macedonio Fernández en Museo de la novela de la Eterna, en el que además de atribuir jocosamente la extensión del título a la curiosidad de los lectores de vidriera, que abundan, algo más que los de solapas y contratapas, se refiere en dos prólogos al “lector seguido” y “el lector salteado”. A fin de desautomatizar los hábitos de lectura van dos mensajes: “Te dedico mi novela, Lector salteado, me agradecerás una sensación nueva: el leer seguido. Al contrario, el lector seguido tendrá la sensación de una nueva manera de saltear: la de seguir al autor que salta. El lector salteado no se apresura curiosamente hacia el final, sino hace sus propias búsquedas, impone sus propios criterios, se mueve en el texto con autonomía: leer como un lento venir viniendo que como una llegada. En realidad, todos comprobamos que una segunda lectura o una lectura transversal nos presenta nuevos paisajes, nuevas propuestas, nuevas situaciones. De lo que comprobamos que:

a) La contigüidad absoluta es imposible. Aunque no se perciban, hay hiatos, elipsis, agujeros negros que el lector suple con sus presuposiciones. Las presuposiciones se encadenan de acuerdo con el horizonte de expectativas del lector. Por ejemplo: la noción de “marco” o “frame” nos dice que pocos elementos sobran para insinuar un contexto situacional. Basta hablar de cebollas, vapor y algún utensilio de cocina para fijar una escena gastronómica. Mujica Lainez ambienta históricamente épocas pasadas a través de la descripción de un objeto antiguo: un sello, un espejo, un cortejo fúnebre nos sitúan en una etapa especial de la colonia en el Río de la Plata. Su manera de realizar arqueología histórica consiste en una reconstrucción de los productos estéticos. Algo como lo que hizo Flaubert para imaginar Cartago en “Salambó”. Los rastros de esa civilización desaparecida quedaban en algunas monedas. A partir de allí presupone. La ilusión del lenguaje y su forma de embargar en la lectura hará el resto.

b) La linealidad de la historia no existe. Generalmente hay una primera historia muy visible y una segunda historia que le da espesor y va surgiendo a cada paso, o múltiples historias que se van trenzando. El lector sigue las peripecias de la aventura más ostensible. En la narrativa detectivesca se siguen las pistas del detective, pero a veces el protagonista es el asesino. Un caso interesante es “La muerte y la brújula” de Jorge Luis Borges. La idiosincrasia de Lonrot, detective proclive a las especulaciones racionales y a las hipótesis interesantes, lo lleva a desechar el sentido común del comisario Treviranus que acierta de entrada con su experiencia. Lonrot cae en la red que le propone su adversario Red Scarlatt, que conoce sus manías interpretativas y va trazando su plan a través de señales cabalísticas que sabe que lo encandilarán. El lector conoce la presencia de Scarlatt pero lo desestima. Esto es propio de la lectura del relato policial donde se establece un duelo permanente entre pesquisa y culpable, autor y lector. El autor y el culpable saben, los otros deben construir un conocimiento a través de señales no siempre eficaces. No hace falta que se trate de una pareja tan especifica como pesquisa-asesino, puede haber infinitas formas de ubicación de la primera y la segunda historia.

c) El sentido único es una decisión del lector: difiere de acuerdo con la época, la competencia cultural del lector. La crítica literaria cada vez otorga más la importancia del lector. José María Castellet, ya en la década del cincuenta anunciaba La hora del lector. Es decir, un texto crece con el tiempo de acuerdo con la economía o la enciclopedia del lector, como lo afirma la teoría del la Estética de la Recepción, de acuerdo con la Escuela de Constanza. En cierta manera esta corriente que tiene   su fundamento en la “pragmática”, enfoque de la lingüística que -a diferencia de la semántica que estudia la relación de los signos con sus referentes, y la sintáctica que analiza la relación de los signos entre sí-, la pragmática enfoca la relación de los signos con sus usuarios.

 Antes de las confirmaciones teóricas, Jorge Luis Borges presenta el problema en “Pierre Menard, autor del Quijote” donde se cuenta la aventura de este personaje empeñado en la reescritura de la obra de Cervantes. Después de ver las dificultades: hablar el español del siglo XVII, vivir la experiencia histórica y biográfica del autor, desecha este esfuerzo filológico y tras otras operaciones nos presenta un texto idéntico al de Cervantes. Sin embargo, afirma que no es el mismo. Ya que el lector actual tiene otra experiencia y por tanto verá que el Quijote puede ubicarse como un avance frente a sus propios sucesores. En el transcurso de los siglos otras estéticas han cambiado la manera de encarar el discurso literario y la representación del universo hispánico. Se ha exagerado el pintoresquismo y las “españoladas”. En el Quijote de Cervantes no aparece el pintoresquismo hispánico de la generación del 27, ni el mismo intento por fijar la identidad de España del 98, ni las reflexiones existenciales que hace Unamuno sobre el Quijote. Volver a leer el Quijote a secas lo muestra como una superación de sus sucesores e intérpretes. La economía del Quijote en esto aspectos es un avance, que el lector no dejará de percibir.

d) La interpretación única es un engaño del “lector profeta”. Un libro es en cierta manera la historia de sus lecturas. Respecto del mismo Quijote, los ingleses gozaron de su marchosa vitalidad. Los románticos alemanes auscultaron el simbólico fracaso del idealismo, en esa lucha entre la prosa y la poesía de la vida. Entre los franceses, Madame Bovary constituye una soberbia versión femenina de lo quijotesco. En Italia, Papini, sospechó de la ingenuidad del   manchego, y valoró su anárquica rebelión. La generación del 98 española identificó el fracaso del hidalgo con el de la propia España. Los argentinos -Sarmiento, Alberdi, Borges- aceptaron, con cierta precaución por su hispanofobia-, la fuerza del mito.

Un ejemplo interesante es la interpretación latinoamericana de “La Tempestad”, una de las últimas obras de Shakespeare, que versa sobre la historia de Próspero, un noble italiano que se exilia en una isla, donde trata de someter a sus esclavos el espiritual Ariel y sensual Calibán, intentado civilizar al segundo infructuosamente. En Latinoamérica esta leyenda tuvo diferentes interpretaciones. Para el uruguayo Rodó, creador de una corriente idealista (el arielismo), Próspero es la civilización europea, Ariel el intelectual latinoamericano sensible, espiritual e idealista y Caliban es la prepotencia moderna de loa Estados Unidos. Para el cubano Fernández Retamar, Latinoamérica debe identificarse con Calibán, somos suelo usurpado, hombre en mutación y en saludable estado de barbarie. Los textos sin saberlo tienen una reserva de sentido para cada época.
                                       
             
e)  Hay textos que favorecen diferentes ejercicios de lectura. Irónicamente del lector relojero funciona porque hay textos cuyo mecanismo que hay que poner en funcionamiento en cada lectura. Podemos ser lectores “consumidores” de textos legibles, transparentes y, por otro lado, “productores” de textos escribibles, que requieren de nuestra propia manera de recrearlos abriendo sus infinitas probabilidades de sentido. Según Roland Barthes, los “textos legibles” conforman lo que llamamos literatura y “textos escribibles”, lo que llamamos escritura.
   
               Leer es emprender muchas aventuras.


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