jueves, 20 de noviembre de 2014

Todos éramos hijos, de María Rosa Lojo

Todos éramos hijos, de María Rosa Lojo.
Ed. Sudamericana, 247 pág.
Diana B. Salem
CEN
La última novela de María Rosa Lojo, Todos éramos hijos, recupera la memoria de una época crucial en la vida política de la Argentina, y lo hace presentando un testimonio generacional a través de Frik, alter ego de la autora, sus compañeros más cercanos y los profundos cambios a los que se enfrentaban los jóvenes en la década del 70. Novela teatral, está ambientada en los dos primeros actos en los escenarios de dos institutos religiosos de Castelar donde se debaten las conclusiones del Concilio Vaticano II y los principios de la Teología de la Liberación, con protagonistas del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo como el cura Juan Aguirre, profesor  y director de estudios y consejero dramático de la obra que los jóvenes estudiantes van a representar. El tercer acto aborda el ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras y las tensiones políticas por las que atravesaba Argentina entrelazadas con la historia personal y los avatares del crecimiento.
La novela tiene connotaciones múltiples desde un título que remite a la obra de Arthur Miller Todos eran mis hijos, que representan los alumnos de ambos institutos al finalizar el bachillerato, hasta la actitud  de no sumisión a los designios del padre que, como en la obra dramática, recorre todo el texto. El sacrificio del hijo planteado por Miller y la responsabilidad de cada uno frente a los hechos, el compromiso ético y la conciencia, más el debate moral son los pilares en los que se asienta la novela de Lojo. La obra fue en verdad representada y decisiva para la formación de aquellos jóvenes y Frik puede hallar sustento real en ciertas experiencias vividas por la autora[1], quien ha expresado que fue reparador escribir la novela, como lo es también la lectura de quienes crecimos en esa década de transformaciones sociales. Como en el texto de Arthur Miller, los hijos juzgan a los padres y políticamente, como un modo de rebelión, se ponen en la vereda de enfrente con respecto a la relectura que esos jóvenes de clase media acomodada hacen del peronismo, contradiciendo la ideología y los métodos de sus mayores.
La experiencia traumática de muchos jóvenes en busca de una identidad transfigurada por las transformaciones políticas, con el marco de una iglesia militante que abogaba por los pobres, en el seno mismo del colegio donde se forman cada día, se explora en Todos éramos hijos desde una perspectiva original que respeta, no obstante, la línea de trabajo que la autora ha seguido en toda su literatura de ficción: examinar la propia intimidad a través de una mirada plural sobre los otros. Ya en Árbol de familia, había recobrado la memoria colectiva en un texto sobre el pasado familiar en conjunción con el pasado de un pueblo. En esta novela, la joven Frik, como sobreviviente de una generación que buscaba la liberación popular y que terminó diezmada, se ve también desde la perspectiva de la mujer madura que evita por momentos volver al pasado porque conoce cuál es el fin del relato, a pesar de “las capas protectoras que el tiempo había ido depositando” (142). Aunque absolutamente involucrada con sus compañeros y la tarea del padre Aguirre con los pobres, Frik no es una militante que cuenta su historia sino una joven que busca comprender una realidad difícil y violenta, comprometida con su evolución personal, con las vacilaciones propias de su edad sumadas a la incertidumbre de una época.
Este es quizá, uno de los textos más íntimos de María Rosa Lojo, una verdadera conjunción  entre el manifiesto generacional y el duelo del crecimiento como hija y como madre. Pero si el testimonio quisiera borrar las huellas de la escritura poética que caracteriza a la autora, detrás de secuestros, desapariciones y muertes, una frase gozosa, una brisa, un momento único devuelve a la novela su sentido primigenio de historia transformada por la vibración del lenguaje:
¿A qué huele la infelicidad? A puertas cerradas y opacas, a persianas bajas, a polvo acumulado sobre los muebles, a zapatos que se tuercen sin que nadie cambie los tacos, a ropa sin lavar, a todo lo que amarillea y se deteriora sin terminar de desintegrarse dentro de cajones ocultos, a los que solo el desdichado tiene acceso (189).
La última parte incorpora una breve obra de teatro “Casandra-Frik habla con los muertos”, tres escenas que traen a la vida a los muertos y desaparecidos en una búsqueda de reconciliación  o, al menos, de voluntad de reparación.
Si la novela tiene una estructura teatral, y allí se representa otra obra dramática como eje de las acciones, el final de tragedia griega completa algunos hilos ocultos de la trama. Frik es una mujer adulta, ahora Casandra, y regresa al escenario donde se representó  Todos eran mis hijos para ser interpelada por los muertos. Como en La pasión de los nómades, uno de los libros de Lojo que más distinciones obtuvo, la autora vuelve a darles la palabra a los muertos para que dejen de ser figuras fronterizas, marginales, y tengan la oportunidad de reencontrarse. La escena segunda termina con Frik y Daniel saliendo del escenario hacia la luz del día, hacia esa opción que eligieron de seguir viviendo.
La escena tercera y final encuentra a Frik sentada en la escuela pero esta vez en una de las sillas del público; en el escenario, la madre que había renunciado a serlo, “más digna de piedad que de temor”, según el Coro, no tiene respuestas. Frik no acusa ni perdona, quiere entender. Al igual que en la escena anterior, no se puede mirar hacia atrás, y en un esperanzador final, la oscuridad del sótano se desvanece en la claridad.
Éste es un texto sobre los hijos, sobre la pelea y disidencia de los hijos con los padres y sobre la comprensión y la piedad que acontece en la madurez. Y también sobre la década de los 70 en la Argentina, un momento político que se ve con poca distancia histórica pero con la suficiente lucidez para transformar nuestra mirada hacia esos jóvenes, tal como lo hace María Rosa Lojo, sin juzgarlos ni condenarlos.



[1] De hecho, en algunas ocasiones y cuando se trata de otros personajes que no son los compañeros, Frik se convierte en Rosa, nombre que comparte con la autora real.

1 comentario:

  1. Al oportunismo no hay que recuperarlo, está siempre allí como un soladado: PRESENTE

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